OPINIÓN
Hoy.es - 23.01.10 - MANUEL VICENTE GONZÁLEZ | ESCRITOR
Mi amigo el escritor anda obsesionado con los ruidos. El otro día publicó en el diario local un artículo en el que divagaba alrededor de una frase que había leído y que decía que la cantidad de ruido que puede soportarse sin que moleste es inversamente proporcional a la capacidad mental. Se quejaba también en ese artículo de la intromisión desproporcionada de personas anónimas en su vida, .«todo a base de importunar con ese ruido extemporáneo -igualmente molesto, dañino, torturador a veces- que se cuela sin compasión en mi existencia y me abruma con su monólogo metálico.» Y yo me imagino a mi amigo en trance, encerrado en su habitación, cómo de pronto cierra los ojos y palpa el aire buscando figuras extrañas sólo accesibles a sus manos. O se levanta de la silla y pasea por la habitación como un animal enjaulado. O se da de cabezazos contra los lomos de los libros alineados en las estanterías. Y cómo, al fin, cuando parece haber encontrado la palabra adecuada y acude presto hasta el ordenador para ubicarla en el hueco que había dejado abierto en la frase, suena el teléfono: ringgg, ringgg, ringgg. El sonido le resulta desagradable, descuelga el aparato y dice dígame, y al momento, como si hubiese recibido una descarga eléctrica, lo suelta y encarándose con él grita con rabia: «¡Yazztel, mierda de Yazztel». Corre hasta el ordenador, pero la palabra conquistada parece haberse evaporado.
Mi amigo el escritor vive, entre otras cosas, de los artículos que escribe en una revista gastronómica, circunstancia que le ha servido para conocer las capitales de todas las provincias españolas, y asegura que a todas les une una característica común -no importa que sean del norte o del sur, nacionalistas o españolistas, de izquierdas o de derechas-: cada una de ellas, en mayor o menor medida, ha caído en la tentación de hacer del ruido y el alboroto su aval de modernidad. Los unos -dice-, la izquierda, porque siempre han usado el 'laissez faire' como santo y seña de su actividad social. Los otros, la derecha, porque siempre temieron perder los votos que el hueco centrista puede otorgarles si expresan su habitual intransigencia sobre estos asuntos. Pareciera -continúa- que todas fuesen a competir por abanderar la enseña de la euforia, del jolgorio, de la carcajada desproporcionada, del vozarrón, del botellón, del tumulto. La quietud y el silencio quedarían, de ese modo, como simples vestigios de lo que, en tiempos lejanos, fueron para ellos épocas insulsas de hastío e indolencia.
Me comenta mi amigo el escritor que en un viaje reciente, .«por Navidad, fui a dar en el bar de un pueblo de los Picos de Europa. En el local -lo recuerdo perfectamente- había dos parejas y un hombre solitario, como yo. Di los buenos días y todos me saludaron cordialmente. Fuera hacía un frío de mil demonios, pero allí se estaba en la gloria: cálida temperatura y un silencio apenas roto por las sigilosas conversaciones de los clientes. A través de la ventana junto a la que me instalé podían divisarse a lo lejos las montañas totalmente nevadas del puerto de Tarna y, más cercano, un hayedo igualmente cubierto por la nieve. A escasos metros de la ventana, en el prao blanco, un caballo de aspecto salvaje desafiaba el frío con el aplomo y entereza de una estatua. Pedí un café a quien resultó ser el dueño del café-restaurante y que había acudido a mi mesa con un respeto y una discreción que para sí quisieran los camareros del Palace. Me disponía a echar una ojeada al libro que llevaba conmigo, pero enseguida me di cuenta que pocas veces iba a encontrar un lugar como el que, sin querer, había descubierto aquella mañana. Cuando pregunté qué le debía, el buen hombre me pide un euro. «Y las pastitas?», le digo. «No, no: está todo incluido», dijo mientras se retiraba con la taza y el platito vacíos.
En fin, mi amigo el escritor, ya de vuelta de su viaje, sale de casa con un libro en la mano y busca el lugar adecuado para echarle un tiento, un bar junto a una plaza bulliciosa. Todo normal: nuestro escritor ha buscado siempre el trajín de los bares, donde acostumbra a pasar buena parte de su tiempo, y acepta esa inconveniencia que compensa los ratos agradables de tantos días de holganza en otros muchos establecimientos de similar apariencia. Diríase que esa imagen del ajetreo al otro lado del ventanal constituye el fondo apropiado para comenzar la lectura del libro. No ha terminado de leer siquiera una página cuando la máquina tragaperras hilvana con estrépito el primer movimiento de su particular concierto y echa por tierra la frase que tenía medio asumida. La tragaperras viene acompañada, sin embargo, de un coro de risas encadenadas por los mozalbetes que acaban de irrumpir en el local, tan excitados que parece llegaran con intención de atracarlo. El propio camarero colabora en el desarrollo de la pieza con timbales de tazas y platos contra el fregadero. En el último y definitivo movimiento del concierto dodecafónico se suman tres grandullones agazapados en una esquina de la barra que pugnan por mostrar con ostentación su trofeo más preciado, el de conseguir que su voz destaque de forma considerable por encima de sus alocados competidores, cada cual con una carcajada más sonora, con un vozarrón o un grito sin medida que, en efecto, tienen la virtud de minimizar la presencia del escritor y de quienes se encuentran en su onda, aquéllos que han conseguido un rincón tranquilo donde leer la prensa o charlar plácidamente. Mi amigo mira ahora a través del cristal: en el otro lado de la plaza un perro solitario resulta la excusa ideal para imaginar, con un simple fundido en blanco, cómo va emergiendo en su lugar un caballo orgulloso que hace vibrar sus crines sobre la nieve, que golpea con sus potentes ancas el culo de los voceadores.
1 comentario:
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