Nuestras autoridades contra el trabajo
El País Semanal - JAVIER MARÍAS 11/01/2009
Como ustedes saben, en España trabajan cada vez menos personas. No es solamente el paro, que va en galopante aumento y que seguirá creciendo. Son también las prejubilaciones masivas, que afectan ya a gente con cincuenta años o menos, y el abundante número de jubilados "naturales", que, con la prolongación general de la vida, pasan un montón de años retirados de las actividades laborales. A ello hay que sumar las dificultades enormes de los jóvenes para encontrar empleo, de tal manera que podría decirse que quienes tiran de verdad del país son los individuos de entre treinta y sesenta años, y eso exagerando. Lo natural sería, por tanto, que a esa franja de la población se la tuviera como a oro en paño, se la cuidara y se le facilitasen las cosas. Se le facilitase, sobre todo, la posibilidad de llevar a cabo su vital tarea, de la que todos los demás dependen.
No es así, sin embargo, sino todo lo contrario. España es, en este aspecto, el país más irresponsable, frívolo, idiota y suicida de toda Europa, y lo es aún más en esta época de crisis, en la que los políticos se hartan de soltar palabras hueras sobre "el esfuerzo de todos", "las vigorosas medidas para combatir la situación", "la deseable combinación de productividad, ahorro y consumo" y demás falacias que no se corresponden en absoluto con sus acciones. A la gente que trabaja, el Estado -ojo, los Ayuntamientos y las Comunidades Autónomas son también Estado- hace lo imposible por impedírselo, y las recién terminadas Navidades han sido irrefutable prueba de ello. En este país, diciembre -extendido hasta el 7 de enero- simplemente no existe a efectos laborales. Entre el disparatado puente de la Constitución y las Pascuas, que ya duran tres si no cuatro semanas, casi nadie pega un palo al agua. Y a los pocos que lo pegan se los mira mal y se les obstaculiza hacerlo.
Yo lamento hablar una vez más del ruido, pero qué quieren, si su reinado se reitera y amplía y a los únicos que parece preocuparnos somos un servidor y el señor Forges. Las autoridades se dedican a crearlo y a propiciarlo, con la colaboración entusiasta de todas las franjas de población desocupadas. Durante las Navidades, como es costumbre, las calles se han llenado de memos gritones, con bocinas prohibidas a los coches pero no a ellos, trompetas y tambores. También de bandas de falsos mariachis y jazzistas y de coros que entonaban -es un decir- villancicos horripilantes. Pero además los Ayuntamientos han montado sus escenarios en plena calle y nos han torturado con música diaria, como si no hubiera decenas de salas y de iglesias en las que poder tocarla. En mi plaza, sin ir más lejos, ha habido "conciertos" los días 19, 20, 21, 22, 23, 25, 26, 27, 28, 29, 30 y 31 de diciembre, ¡doce jornadas! Jazz, orfeones, flamenco, corales polifónicas. De ocho a nueve en principio, pero ya hacia las cinco los técnicos de sonido empezaban a "hacer pruebas", consistentes en poner a todo trapo canciones de Dire Straits y Michael Jackson (?) o en soltar la subnormal retahíla de "Hola, sí, uno, dos, tres, qué tal, hola, hola, aquí, ah, sí, sí, hola, ah, ¡sííí!". O bien los intérpretes iniciaban sus ensayos, así que durante cuatro horas diarias nadie del vecindario ha podido trabajar ni concentrarse. Todo esto -lo he visto desde mis balcones- para que a cada representación asistieran cien gatos ociosos a lo sumo. Añadan lo mismo en otras plazas, más los "espectáculos en el exterior", más los mercadillos-verbena, más las "marimorenas o zambombadas", más los veinte belenes -veinte- diseminados por la ciudad.
¿Desde cuándo es competencia del Estado entretener a la gente en las calles? El Estado no está para eso, y sin embargo no hay municipio español que no destine dinerales a las llamadas "Comisiones de Festejos". Y será lo mismo en Carnaval, y en Semana Santa con las procesiones, y en San Isidro en Madrid, y luego vendrán las infinitas fiestas locales del larguísimo verano. Este sigue siendo un país de pandereta, literalmente, en el que todos los esfuerzos de las autoridades van encaminados a complacer a la población más ociosa e improductiva y a castigar a la que aún trabaja. Durante estos días yo he podido hacerlo tan sólo cuando al Ayuntamiento le ha dado la gana de permitírmelo. Es el puro sinsentido: ese Ayuntamiento tiene una deuda acumulada de 7.200 millones de euros, en vista de lo cual, y de que estamos en crisis, se ha dedicado a gastar en chorradas ruidosas para los desocupados y en penalizar el trabajo. Así se sale de ella.
Y al lado de tanto despilfarro dañino e imbécil, una exposición interesantísima y magnífica, "La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en la Segunda República. Arquitectura y Universidad durante los años 30" (Centro Conde Duque), ha estado a punto de no celebrarse -esa Facultad fue el primer edificio de la Ciudad Universitaria, y se ha cumplido su 75º aniversario- porque casi todo el presupuesto se había ido en sandeces. La Comunidad de Madrid ni siquiera ha contribuido, y tanto ésta como el Ayuntamiento permiten que ese edificio racionalista emblemático, en el que enseñaron Ortega, Zubiri, Menéndez Pidal, Besteiro, Gaos, Morente, Sánchez Albornoz, Salinas, Américo Castro y tantos otros, se esté cayendo a pedazos o que se le pongan parches horrendos que lo desvirtúan o lo destrozan. Supongo que nuestras autoridades no sólo ven mal que la gente trabaje, sino también que estudie. Lo tienen fácil para acabar con ambas actividades: ruido y más ruido, más música ratonera y más ruido, y todo en la vía pública.
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