Editorial
La solución al ´botellón´ no puede ser cambiarlo de barrio
Cientos de jóvenes, muchos ellos menores de edad, recorren A Coruña la noche de los jueves y el fin de semana cargados de bolsas con bebidas alcohólicas rumbo al botellón. Llevan más de una década haciéndolo. Aquí y en la mayoría de ciudades españolas. Estas concentraciones nocturnas para beber en grupos en la vía pública han producido ya infinitas denuncias vecinales por el ruido y los destrozos causados, sin que las autoridades hayan conseguido atajar el problema. La solución que ha venido aplicando hasta ahora el Ayuntamiento cada vez que la irritación de los vecinos perjudicados se desborda, como ocurre ahora con los de la Ciudad Vieja, es solo un parche. Los responsables municipales declaran esa zona como de especial protección, ante lo cual los jóvenes se limitan a trasladar el botellón a otra parte de la ciudad. Termina la pesadilla para unos vecinos y comienza para otros, es decir, vuelta a empezar.
El botellón coruñés ha hecho un continuo peregrinaje por la ciudad. Comenzó hace años en la plaza del Humor, se mudó después a la plaza de Azcárraga, siguió en Santa Catalina y los jardines de Méndez Núñez, para recalar ahora por segunda vez en la Ciudad Vieja, en esta ocasión en el atrio de la Colegiata. El conflicto ha seguido en todos los casos el mismo guión, que ahora se repite una vez más: hartos de los ruidos que les impiden descansar y del vandalismo que degrada el entorno, los vecinos, tras numerosas denuncias infructuosas, amenazan con acciones de protesta. Reacciona entonces el Ayuntamiento, sobre todo si hay elecciones a la vista, declara de especial protección la zona afectada y el botellón cambia de lugar. La ciudad vive este proceso con una extraña sensación de deja vu, como si estuviese condenada a dar vueltas en torno a un bucle sin fin.
La algarabía que se organiza en torno al botellón supone una insufrible pesadilla, nunca mejor dicho, para los vecinos que se ven condenados a padecerla. A la mañana siguiente, el escenario que se encuentran esos vecinos suele ser el de un auténtico estercolero. Pero es que, además, en ocasiones va todo ello acompañado de actos vandálicos que comprometen seriamente la seguridad, como ocurrió en el asalto nocturno a un edificio de Santa Catalina.
En la raíz última del botellón se asientan cuestiones tan complejas como la extrema permisividad de la sociedad española ante el consumo de alcohol o los nuevos ritos de socialización de los jóvenes. Sirvan tres datos para ponerlo de manifiesto: la mitad de los menores gallegos abusa del alcohol al menos una vez todos los meses, un 12% lo hace de forma habitual y los servicios de urgencia de A Coruña tratan al año a más de 200 jóvenes con comas etílicos.
El asunto, de por sí complejo, se vuelve inabordable por la dejadez de las autoridades. La Xunta aprobó en febrero de este año una ley que prohíbe el consumo de bebidas alcohólicas por menores en la vía pública y establece para quienes la incumplan multas de hasta 600 euros. Pero de poco o nada ha servido, puesto que la Administración autonómica ha dejado su aplicación en manos de los ayuntamientos y estos aducen que carecen de medios para hacerla cumplir. En el fondo de ese mirar para otro lado de unos y otros lo que subyace la mayoría de las veces es ni más ni menos que el temor a granjearse la impopularidad de los jóvenes, sobre manera en periodos electorales. De la misma manera que el temor al voto de los mayores les hace actuar, en sentido contrario, cuando ya no les queda más remedio.
Las distintas administraciones no son las únicas responsables, es cierto. El problema concierne a toda la sociedad, empezando por los padres y los educadores. Pero ellas, las autoridades, tienen la obligación de aplicar las medidas legales a su alcance para evitar que la práctica del botellón se convierta en una auténtica tortura para los vecinos. El deseo de los jóvenes de disfrutar no puede imponerse sin más al derecho al descanso nocturno de la mayoría. Además de las medidas legales a su alcance, las autoridades podrían, por ejemplo, propiciar que los jóvenes dispusiesen de opciones de ocio alternativo o de espacios donde poder reunirse sin alterar la convivencia del resto de los vecinos. Pero desde luego la solución no pasa por cambiar el botellón de barrio por enésima vez.
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