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domingo, 8 de mayo de 2011

Botellón y sociedad

Misantropías

Botellón y sociedad

La Opinión de Málaga  - 08-05-11

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MANUEL ARIAS MALDONADO.

PROFESOR TITULAR DE CIENCIA POLÍTICA DE LA UNIVERSIDAD DE MÁLAGA


Ahora que estamos en campaña, se vuelve a hablar del botellón. Y merece la pena hacerlo, por lo que es y por lo que significa. Es verdad que ya han pasado sus años de gloria, durante los cuales llegó a colonizar ciudades enteras sin que las autoridades se atrevieran a restablecer el orden público por miedo a no se sabe muy bien qué, visto que, tras las primeras sentencias desfavorables, la prohibición no fue seguida de mayores disturbios y los vecinos pudieron volver a dormir. Desde luego, que una situación así pueda mantenerse durante una década sólo es imaginable en sociedades como la española. En fin, ahora resulta que los estudiantes universitarios se niegan a abandonar esta práctica y la perpetúan semiclandestinamente. Se solazan así en delirantes macrobotellones o fiestas de primavera, donde la presunta élite cognitiva de nuestra juventud se hacina en desolados recintos preindustriales –nuestra economía no alcanza para escenarios postindustriales– con un vaso de plástico en la mano. Menudo panorama.


Sucede que no sólo es preocupante que nuestros jóvenes hagan tal cosa, sino que lo es en mucha mayor medida que deseen hacerlo. O sea, que la cumbre de su esparcimiento sea beber calimocho recalentado, decir «tío» cinco veces por minuto y tener la sensación de que eso, precisamente, es vivir la vida. Se me replicará –en el caso de que alguien lea estos desahogos– que nada tiene de malo que la muchachada se divierta, que se trata de una fase de la existencia, que la experiencia del botellón en nada empece la posibilidad de llevar una vida responsable, y así. Pero no es verdad, como todos sabemos. La mayoría de nuestros jóvenes padece la más lamentable infantilización y el mayor de los desintereses por todo aquello que no sea dejarse llevar por la inercia grupal. Cualquier persona que haya tenido la oportunidad de tratar a jóvenes universitarios de países como Estados Unidos, Alemania, Escandinavia, e incluso Italia, ha comprobado las alarmantes diferencias que los separan de nuestros universitarios: en la madurez de su comportamiento y de sus conversaciones, en la mayor profesionalidad y propósito con la que viven sus vidas, en el mayor refinamiento de sus hábitos y costumbres. Negar esto es caer en el autoengaño al que somos tan aficionados.


Cualquier profesor universitario ha visto y oído cosas que nadie creería. Alumnos en bañador y chanclas, faltas de ortografía difíciles de concebir en alguien que ha pasado una prueba de acceso a la educación superior, simas de ignorancia. Se me dirá ahora que eso no es culpa de los jóvenes. Y eso es más cierto. Es culpa de los demás, que hemos diseñado un sistema educativo incapaz de transformar y mejorar a quienes transitan por él. Esto no quita para que el joven que es incapaz de luchar contra la corriente de la mediocridad que lo rodea no tenga una parte de responsabilidad, pero es cierto que las dinámicas de grupo son la fuerza condicionante más poderosa que existe y que nada invita a esos mismos jóvenes a ser otra cosa, porque a su alrededor no encuentran ni los incentivos ni los ejemplos. Bah, piensan ellos.


Aquí radica el fracaso de la universidad española, pero también, antes, el de la educación primaria y secundaria, y más ampliamente el de toda una sociedad. No podrá extrañarnos que nuestra clase política sea más vociferante que razonante, ni que destacados agentes sociales recurran al insulto, o nuestros presidentes no sepan inglés. Recordaba un buen amigo hace poco que, como es visible en Cervantes, ser un bachiller en España solía ser algo relevante: la posesión del título decía algo de la persona que lo ostentaba. Hoy, ni siquiera un título universitario dice nada ni diferencia a nadie. El joven sale de la Universidad con los mismos hábitos con los que entró, entre la mesa camilla y las croquetas de la abuela, reforzando con ello el estancamiento moral e intelectual de una sociedad que se niega a reconocer tanto la magnitud de su fracaso como las causas del mismo. Nos falta inteligencia para saber que no somos inteligentes. Y quien crea que exagero, que se dé una vuelta por el próximo botellón y entable un par de conversaciones. Buena suerte.

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